Perdona nuestras ofensas

Una de las grandes maravillas del cine es su poder para conservar la memoria. Filmar es mantener vivo un pasado, por muy ficticio que sea el mundo frente a la cámara. En tiempos de odio y destrucción activa de la memoria, como el que vivimos, el cine se vuelve aún más vital.

Semana tras semana, nos encontramos con noticias espantosas sobre células nazis, saludos y oscuros códigos supremacistas que se exhiben en una plaza pública (televisión e internet).

Esto cuando la cosa no se hace a cara descubierta, sin código, incluso por parte de los parlamentarios elegidos democráticamente. Nosotros, como humanidad, pero especialmente como españoles, definitivamente no supimos lidiar con las cicatrices del autoritarismo del siglo XX.

Pero aquí viene la pregunta difícil: ¿de dónde emana este poder? ¿Del contenido (es decir, del discurso) o de la forma (es decir, del modo en que se filma el discurso)? La respuesta sobria diría que emana de un equilibrio entre ambos: la forma y el discurso deben estar alineados. Pero esa respuesta es aburrida.

Como defensor de un cine de lo nuevo, rara vez me permito valorar el discurso por encima de la forma. De lo contrario, tendremos cada vez más las mismas películas. El cine de la prosa en detrimento del cine de la imagen y el sonido.

Creo que el poder del cine como guardián de la memoria emana precisamente de las articulaciones formales realizadas sobre la materia prima (el pasado). Cuando no se hace así, seamos justos, es evidente que es posible transmitir un mensaje, pero la posibilidad de que se vuelva invisible en un mar de iguales es alta.

Corre el riesgo de ser olvidado. La industria cinematográfica actual está especializada en hacer películas olvidables, pero no puede ser así con el Holocausto. Ese fue mi mayor problema con el nuevo estreno de Netflix, el cortometraje Perdona nuestras ofensas, dirigido por Ashley Eakin.

En el ámbito del discurso, Perdona nuestras ofensas lleva un mensaje sencillo con pocos matices y va directamente al grano. Refleja una historia objetivamente brutal: la crueldad del nazismo hacia las personas con discapacidad.

Sin embargo, en el terreno de la forma, la película parece una versión de Netflix de Ve y mira (Elem Klimov, 1985), quizá el retrato más brutal de la guerra jamás plasmado en una película.

La comparación con “Ve y mira” me resulta útil porque aclara mi argumento con precisión. En cuanto al contenido, las dos películas no son tan diferentes: los horrores de la segunda guerra mundial vistos a través de los ojos de un niño que huye. Pero la gran fuerza de la película de Klimov reside en la falta de pulido de su forma. Nada es perfecto, todo es horrible.

Si queremos retratar el nazismo con fidelidad a la memoria, el lenguaje publicitario de Netflix, aficionado a pulir y podar aristas, me parece la peor forma de actuar. El nazismo era todo menos pulido. “Ah, pero entonces la película no se vende, el mensaje no llega a quienes tiene que llegar”.

No estoy seguro de estar de acuerdo. El propio catálogo de Netflix tiene buenos ejemplos de películas forjadas a partir de un lenguaje creativo, alejado de la perfección de la imagen publicitaria, y que tienen, eso sí, éxito en la plataforma y fuera de ella. Incluso los Óscar han premiado películas bélicas cuyo lenguaje es cualquier cosa menos apetecible (como la excelente El hijo de Saúl, de László Nemes).

Además, cuando hablamos de cortometrajes, la creatividad formal es aún más notable, y representa en sí misma la parte más interesante de la realización de un corto. La novedad florece.

Es que las películas más cortas (que generalmente cuentan con presupuestos infinitamente más escasos) suelen recurrir a la inventiva para sortear tanto la falta de tiempo como la de dinero y espacio de exhibición. No creo que este fuera el caso en Perdona nuestras ofensas. Es necesario hacer algo diferente. El público está ahí.