Tras la Primera Guerra Mundial, y poco después con la depresión económica que siguió al crack de la bolsa estadounidense, Alemania se hundió financieramente. No había trabajo, ni dinero, ni comida. Era entonces el momento ideal para la creación de un líder y la selección de un enemigo.
El líder, como todo el mundo sabe, era Adolf Hitler. Los enemigos eran los judíos. Organizados en Alemania y en los territorios conquistados, los judíos fueron identificados y muchos fueron llevados a los campos de concentración, donde fueron sometidos a trabajos forzados, experimentos médicos y eliminados. Se calcula que más de seis millones de judíos fueron asesinados durante este periodo.
La historia de la persecución y la eliminación ha estado en el cine varias veces. Películas como La lista de Schindler, La vida es bella, El pianista, El niño con el pijama de rayas y otras relatan la época y el horror de los campos. El film húngaro El hijo de Saúl también lo hace, pero de una forma bastante diferente a la habitual.
Lázló Nemes busca el azar en su primer largometraje, personalizando, en cierto modo, la experiencia de cada una de esas personas en el horror. Esto está muy bien representado al principio de la película, con el foco anterior esperando que alguien entre. La persona que aparece es Saúl, que corre para hacer algo, pero podría ser cualquier otra persona.
El personaje forma parte del Sonderkommando, un grupo de prisioneros seleccionados que trabajaban para los alemanes enterrando los cuerpos de los prisioneros muertos, limpiando las cámaras de gas y recogiendo las valiosas pertenencias de los ejecutados. Como el servicio era secreto, el grupo tenía ciertos privilegios y se mantenía aislado de otros presos. Al cabo de un tiempo, también fueron ejecutados.
Al abordar el funcionamiento del Sonderkommando, Nemes consigue perturbarnos desde el principio, al mostrar que, incluso siguiendo órdenes, los prisioneros trabajaban en la ejecución de sus iguales. Con Saúl, casi siempre en primer plano, seguimos la vida cotidiana del lugar a través de esta persona que también es, en cierto modo, un engranaje de la automatización de la muerte.
Casi todo lo que se ve es a través de las reacciones de la protagonista, y lo que realmente ocurre está menos claro, en el fondo, borroso. El espectador ve más o menos lo que ocurre en la escena. Gente desvistiéndose, gritos aterrorizados, la puerta cerrándose y una avalancha del grupo que estaba fuera. Es en este “no ver” donde radica la gran diferencia de El hijo de Saúl con cualquier otra película sobre el Holocausto.
Añade a esto la opresión ya prevista por la ventana de visión (el formato de filmación es el Academy Ratio, 1,37:1) y la falta de distancia que posibilitan los planos más abiertos. Los que ven la película están con Saúl todo el tiempo, casi dentro de él. Y la inmersión se ve facilitada por la expresividad de Géza Röhrig, el actor que da vida al papel.
Sin embargo, aunque se atreva a retratar ese mundo y cause todo ese efecto en el espectador, la historia de El hijo de Saúl no acompaña a la puesta en escena. El intento de Saúl de encontrar un propósito noble en medio del caos en el que vive es comprensible, sobre todo teniendo en cuenta lo que tiene que hacer para sobrevivir, pero no se crea ninguna conexión real con la historia que se cuenta.
La conmoción está presente -por la reconstitución de todo un sistema casi automatizado de matanza, por la absurda jerarquía creada entre los propios judíos que trabajaban allí y por la falta de humanidad- pero no por la historia de Saúl. Lo cual no carece de interés, pero reduce el valor de la película como relato.
A pesar de los pesares, El hijo de Saúl llega para demostrar que el cine es un arte de infinitas posibilidades, por muy agotado que parezca un tema, siempre hay una forma completamente diferente de filmarlo.