Una película escandalosa sobre la Segunda Guerra Mundial por varias razones es Amén, del director Costa-Gavras, estrenada en los albores de los años 2000. El film renueva una idea de cine polémico y civil, reconociendo firmemente su función específica como actor social. Está protagonizada por Ulrich Tukur y Mathieu Kassovitz.
Cuando en la Alemania nazi se pone en marcha el proyecto de una “solución final” a escala industrial para los judíos perseguidos y encarcelados, el SS Kurt Gerstein, de profunda fe cristiana, hace todo lo posible para sabotear el exterminio desde dentro y ponerse en contacto con el Vaticano, para instar a una clara condena del Holocausto por parte del Papa.
Para ello contó con el apoyo del joven jesuita Riccardo Fontana, descendiente de una familia de la nobleza papal. Sin embargo, las voces de Gerstein y Fontana chocan con el silencio estratégico del Vaticano, que por razones de conveniencia diplomática posterga, aplaza, reconfigura y anula esencialmente su propia intervención…
Incómodo y a contracorriente por una inclinación íntima y espontánea, en 2002 Costa-Gavras decidió realizar Amén, inspirada en una obra de teatro, “El vicario” (1963) de Rolf Hochhuth, que ya se había enfrentado a enormes problemas de censura y visibilidad para sus representaciones.
La obra apuntaba a la “historia silenciosa”, caracterizada por la ausencia, la no expresión de figuras importantes ante las tragedias mundiales en ciernes. Preparado y a menudo llamado a pronunciarse sobre cuestiones de importancia universal, la figura del Papa está sujeta a presencias y ausencias significativas en el desempeño de su función temporal.
Al fin y al cabo, es precisamente en su doble naturaleza donde reside el profundo carácter trágico de su figura: humana y no humana, temporal y absoluta a la vez, su palabra asume a menudo un papel decisivo a los ojos del mundo, aunque esté velada tras una idea de espiritualidad super partes que no puede mezclarse con las urgencias de la contingencia.
El texto de Hochhuth estuvo en el centro de una agria polémica porque se atrevió a relatar el silencio del Vicario de Cristo ante la tragedia de la Shoá, a la luz de una relación no resuelta entre el Vaticano y el régimen nazi.
La tesis de Hochhuth, que Costa-Gavras hace suya con audaz determinación, es la de refugiarse en un “cómodo” silencio porque Adolf Hitler, figura despreciada por el Papa en cualquier caso, llevaba consigo la espinosa ventaja secundaria de haber puesto coto a la expansión del comunismo.
Además, la película de Costa-Gavras recurre a menudo a una preocupación unilateral por parte de los dirigentes del Vaticano por los sufrimientos de los fieles católicos/cristianos en tiempos de guerra, pero sólo por ellos, ya que desde la perspectiva de la observancia religiosa esos judíos pertenecen a otra confesión de todos modos.
Por ello, obviamente no merecían la persecución y la masacre, pero además, en Alemania, muchos creyentes cristianos apoyaron el régimen de Hitler, y así… Así que el mal es a veces necesario en la dimensión temporal, y nada resulta más estratégico que el silencio.
En nombre de la defensa de la Iglesia, el silencio viene a aliviarnos de horrendas vergüenzas históricas, y no es casualidad que Amén relata una tardía intervención papal sólo cuando las persecuciones antijudías llegaron a Roma con la deportación también de los judíos conversos.
Dado que el cine, como todas las formas de arte, no puede sustituir a la historia, sino “sólo” reflejarla, nos importa poco la fiabilidad fiel de los hechos y acontecimientos. Además, Amén trata de un tramo histórico tan discutido que en cualquier momento pueden alzarse voces unilaterales en defensa de uno u otro contendiente.
La figura del Papa Pío XII, que nunca se menciona claramente en la película, pero que evidentemente queda eclipsada en el pontífice ficticio, sigue siendo objeto de un gran e interminable debate, y seguramente no será Costa-Gavras (ni, en cambio, ningún defensor del Vaticano) quien tenga la última palabra.
Al fin y al cabo, Costa-Gavras, cuya película levantó un torbellino de polémicas nada más presentarse en el Festival de Berlín de 2002 (incluida la querelle por el cartel sensacionalista y sin duda eficaz: una cruz que se convierte en esvástica), no tiene ni siquiera la ambición de hacerlo.
La suya es una reflexión sobre el silencio histórico, sobre la falta de voz de quienes, a menudo en las circunstancias más dramáticas, siempre han hablado. Una reflexión sobre el silencio, sobre las palabras remodeladas para no incomodar a nadie (nada más que una forma más de silencio) y, en definitiva, sobre las trágicas condiciones que impone la diplomacia.
Costa-Gavras no da tregua a nadie, su ataque es tan frontal como en sus mejores películas, que ni siquiera evita los instrumentos de identificación más fácil y el sensacionalismo (ciertos pasajes didácticos y estentóreos, el final descaradamente y fácilmente polémico, con el Vaticano que, al final de la guerra, presta protección inmediata a los antiguos oficiales nazis y facilita su huida al extranjero).
Sin embargo, en esta furia polémica el autor griego se concentra en la tragedia de la necesidad de la política, donde chocan el idealismo inmediato (la figura del jesuita Riccardo Fontana) y las necesidades internacionales.
La principal virtud de la Iglesia es la paciencia, dicen repetidamente los altos prelados. Esperar, guardar silencio, para luego hablar en el momento oportuno. En otras palabras, esperar el momento en que la palabra no incomode a nadie, anulando de hecho su verdadero significado.
En el gran alboroto que acompañó a la película en el momento de su estreno, puede haber pasado desapercibido otro rasgo de escándalo, pero que también pone en cuestión otras certezas.
El protagonista es, de hecho, Kurt Gerstein, un oficial de las SS de profunda fe cristiana implicado en el suministro de Zyklon B para las cámaras de gas, que, una vez descubierto el horror de los campos de exterminio, trabajó para dar a conocer la verdad al mundo y, al mismo tiempo, para que el Papa emitiera una clara condena del Holocausto.
La figura de Gerstein, que realmente existió, es quizás el elemento más perturbador de la película: hombre de las SS por pura profesión y no por vocación, el Gerstein de la película es narrado como portador de una verdadera conciencia cristiana, con la que también se relaciona el coprotagonista Riccardo Fontana.
Ambos hacen una especie de sacrificio en defensa de la verdadera Fe, atormentados por la fatal tendencia temporal de las instituciones vaticanas en la mesa de negociaciones eminentemente políticas. Gerstein escribió un informe que resultó ser un testimonio útil de la tragedia de la Shoah, y su muerte, pendiente de juicio tras el final de la guerra, siguió siendo un misterio (probablemente fue un suicidio, pero también se sospechó de un asesinato).
Su figura fue rehabilitada 20 años después. En este sentido, Costa-Gavras lleva a cabo un doble discurso sobre la historia removida, dando voz al menos a un caso de oposición interna al régimen nazi, que sin embargo suena “escandaloso” para la imagen a menudo difundida y condenada de una Alemania compacta y unilateral en su apoyo a Hitler.
Aunque Amén es convincente en todo momento, es sin embargo en torno a la figura de Gerstein donde se encuentran algunas debilidades dramatúrgicas aquí y allá. Figura bien tallada y narrada en sus tribulaciones (muy buena interpretación del protagonista Ulrich Tukur), a menudo se tiene la impresión de que Gerstein se mueve con demasiada libertad dentro de la jerarquía nazi en su intento de oponerse al exterminio.
A menudo, el sentido del amplio espectáculo popular prevalece sobre la credibilidad del conjunto: véase, por ejemplo, la eficaz secuencia del sabotaje de una partida de Zyklon B que termina con una proliferación de máscaras de gas, que no es creíble en su desarrollo.
Asimismo, la parte central de la película alterna entre los trenes de la muerte y los acontecimientos paralelos de Gerstein y Fontana en Alemania e Italia con una duración poco efectiva.
Es también en la figura de Riccardo Fontana, el joven jesuita que elige conscientemente el martirio renegando de la Iglesia institucional, donde se acumulan las debilidades y las improbabilidades, sin que la actuación fluctuante de Mathieu Kassovitz las apoye.
Después de una sólida acumulación, Amén se pierde sobre todo en su disolución, cuando los movimientos entre Roma y Alemania se vuelven confusos y apresurados, y sobre todo la película parece girar cada vez más hacia una increíble aventura individual de los dos protagonistas.
Además, la reconstrucción del entorno vaticano no siempre está a la altura, y Costa-Gavras no renuncia a algunos acentos ligeramente grotescos en su retrato del pomposo desinterés papal y cardenalicio por la suerte de los judíos.
Como en un acto final del poderoso cine político de los años 70, Costa-Gavras reúne, en el umbral del 2000, secuencias muy explícitas y algo fáciles de criticar, pero revisadas a la luz de un compuesto academicismo televisivo europeo.
Aunque el material narrativo sigue siendo convincente, y es inevitable dejarse cautivar por la sensacional eficacia de las escenas impactantes (por ejemplo, la escandalosa estrella de David que Fontana prende en su túnica de jesuita en presencia del Papa), Amén pone de manifiesto más que en otros lugares los méritos y los defectos de un cine que también es populista.
Para mantener la fe en su sacrosanta indignación y su deseo de hacer un acto de reflexión histórica, en definitiva, todo vale, incluso la adhesión a rápidas simplificaciones dramatúrgicas.
De autores polémicos y airados, de adhesión a una idea del cine como actor histórico y social. También el puro y simple deseo de escándalo, sí. Jesucristo, después de todo, fue un escándalo de lo sagrado.
En su nombre, se puede ser culpable del silencio ante la historia, pero también cometer actos de martirio para salvar su espíritu. Por desgracia, el Absoluto toma la forma de la Historia. Ahí está la tragedia eterna e inmortal.