Después de desembarcar en la playa roja de Leyte el 20 de octubre de 1944, el general Douglas MacArthur anunció triunfalmente al pueblo de Filipinas: “He regresado”.
Pero con la liberación aliada de Filipinas en marcha, los líderes militares japoneses se apresuraron a deshacerse de los prisioneros de guerra estadounidenses allí retenidos antes de que se descubrieran los campos y las miserables condiciones que soportaban los internos.
La primera de estas ejecuciones masivas tuvo lugar el 14 de diciembre de 1944. Ocurrió en el campo 10-A de Puerto Princesa, en la isla de Palawan, donde se ordenó a los responsables del campo que masacraran a los 150 prisioneros de guerra estadounidenses que quedaban allí retenidos. “Aniquilarlos a todos”, fueron las órdenes.
Advirtiendo a sus cautivos de que un ataque aéreo era inminente, los japoneses metieron a los prisioneros de guerra en búnkeres que los estadounidenses se habían visto obligados a cavar unas semanas antes. Una vez que los prisioneros estuvieron en los refugios, los guardias vertieron combustible de aviación en las aberturas y arrojaron antorchas encendidas.
Los japoneses contemplaron cómo los soldados, marineros, aviadores e infantes de marina estadounidenses morían abrasados o asfixiados por el humo. Los que intentaron escapar del infierno fueron abatidos por el fuego de fusiles y ametralladoras o pasados por las bayonetas.
Un puñado se escurrió por un tosco túnel de escape que habían escondido en uno de los refugios antiaéreos, cuya salida conducía hacia los acantilados rocosos sobre la costa.
Al menos 30 estadounidenses se precipitaron por el acantilado de 18 metros hasta la escarpada costa de la bahía de Puerto Princesa, muchos de ellos destrozados por las quemaduras y las heridas de bala.
Los guardias procedieron a dar caza a los supervivientes desde sus escondites en grietas y cuevas rocosas junto al océano, torturando y matando a los que recapturaban.
Algunos de los fugitivos consiguieron esconderse bajo el vertedero del campo, en desagües y en cavernas rocosas al borde de la bahía hasta el anochecer. Los que se quedaron eludiendo al enemigo se enfrentaron a una sombría elección: nadar por la bahía infestada de tiburones o salir por el abrupto terreno de la isla de Palawan, controlada por los japoneses, y sus 4.000 millas cuadradas de selvas y montañas. Contra todo pronóstico, 11 estadounidenses lograron sobrevivir.
El sargento de marines Doug Bogue, herido en una pierna cuando escapaba de su refugio, luchó contra un grupo de marineros japoneses al borde del agua y les arrebató su ametralladora.
El cabo Elmo “Mo” Deal sufrió quemaduras, dos disparos y una veintena de bayonetazos en el curso de su huida. Tras arrastrarse por la jungla con sus últimas fuerzas, fue encontrado por guerrilleros filipinos que ayudaron a su extracción de la isla de Palawan en un hidroavión Catalina PBY de la Marina.
El marine Willie Smith, del este de Texas, logró escapar nadando por la bahía de Puerto Princesa, sobreviviendo en el proceso a un feroz ataque de tiburón.
Los 11 hombres que consiguieron escapar informarían de las atrocidades de Palawan, lo que finalmente condujo a la salvación de miles de personas.
Los primeros supervivientes de la masacre de Palawan que fueron entrevistados por los oficiales de inteligencia estadounidenses relataron una historia tan espantosa que el general MacArthur actuó con rapidez para salvar a otros prisioneros de guerra aliados del mismo destino.
En poco tiempo, sus fuerzas -incluidos los Rangers del ejército estadounidense, los Alamo Scouts y los guerrilleros filipinos- se movieron detrás de las líneas enemigas para liberar a más de 2.600 prisioneros de guerra retenidos por los japoneses en los campos filipinos de Los Baños, Cabanatuan y la prisión de Bilibid, en Luzón. La llamada “Gran Incursión” en el campo de Los Baños fue considerada una de las operaciones de rescate más exitosas de la historia militar moderna.